En
las palabras que pronunciaré a continuación, no quiero parecer una resentida.
Tampoco comunista, porque de Marx no tengo nada, ni tampoco quiero sonar como
una partidaria de todas las aberraciones que se han hecho desde Cuba hasta el
gobierno de patanes que tenemos hoy. Porque me gusta la política, sí. Pero no
así los políticos.
Sin embargo, a pesar de que hasta hace casi
nada me autoproclamaba de centro-derecha, poco a poco, me he ido dado cuenta de
ciertas cosas, que la niñez y la inexperiencia ciegan, y luego, a medida que se
va madurando, uno nota varios puntos que hacen ruido, que chocan.
Yo, personalmente, crecí con un padre defensor
acérrimo de los ideales de la UDI, y una madre que nació durante el presidio
político de su padre (mi abuelo), y luego, creció en el exilio.
Mi
abuelo paterno temió porque le expropiaran el fundo.
Mi
abuelo materno temió por su vida, mientras lo torturaban.
Y
así, mis ideas políticas siempre fueron un poco difusas, y finalmente, a una
edad demasiado temprana tal vez siquiera para conocer el concepto de
“política”, me decidí por la ideología política que mi padre profesaba.
Me
fui a vivir con él, a un hogar conservador, a un colegio conservador, a una
linda burbujita donde lo pintaban todo precioso. Que Pinochet era un santo, que
Allende era “malo”. Me inculcaron el concepto de “roto” y “gente”, de
“comunacho”, y por supuesto, mi abuelo no se cansaba de repetir: el único comunista bueno es el comunista
muerto . Pero desde luego, aquello
no hacía referencia al marxismo-leninismo, sino más bien a todo aquel que
sintiera que el conservadurismo hasta aquel punto no era sano.
Podría
todo aquello haber sido, no bueno, pero sí congruente. Todo pero con una sola
falencia: el catolicismo.
Todo
“momio” es, por definición, católico. Una religión que promueve, como doctrina,
la caridad, el perdón, la humildad, el amor al prójimo. Todo aquello es
fantástico, sobre todo para altruistas convencidos como yo.
Pero, extrañamente, su ideología de vida, no
sólo política, llegaba hasta a contradecir la fe.
Recuerdo
una vez haber ayudado a una auxiliar del colegio a llevar unas cuantas cosas.
Íbamos conversando, y parte de la conversación la conté en casa. Pensé que
caminar hablando con un auxiliar de aseo, por mucho que no fuera usual, estaba
permitido.
Pues
me equivocaba.
Mientras
me decían que era rara, comunista, autista, loca, terrorista o cuantas
idioteces existen, traté de sacar a luz el único argumento a mi favor: ¿Y
Cristo qué? Pero no, que la Biblia no es literal, que no hay que seguirlo “tal
como dice” sino que hay que interpretarla, ¿y qué sabía yo de interpretar la
Biblia? Nada, claro, decían.
Entonces,
lo que planteaban era más o menos que el Evangelio decía que había que hacerle
ascos al prójimo si su “reputación de gente” se veía comprometida.
Lo
encontré asqueroso.
Nauseabundo,
repugnante. Como quieran llamarlo.
Después, empecé a caer en cuenta de que la
idea política pinochetista hacía oídos sordos a hechos comprobados, que fueron
las violaciones a los derechos humanos, las torturas, el miedo y la angustia.
Cierta vez oí de una familia cuyo padre desapareció, y la mujer, en el día de
hoy ya anciana, desde entonces ha seguido poniendo el puesto en la mesa para su
esposo, aunque siga vacío. Hoy, tras cuarenta años, ya sabe que no va a
regresar.
No soy de derecha porque no se puede creer en sus convicciones. Son dobles.
Hablan de catolicismo, pero de discriminación.
De libertad, pero de prisión y exilio.
Se jactan de autoridad moral, y...ya ven.
Simplemente, no creo en ese tipo de gente.